Como cada mes, como cada año y especialmente en este 4º Domingo de Pascua, rezamos por las Vocaciones religiosas, especialmente en la Escuela Pía.
Mensaje del Papa Francisco para la LVII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones
Las palabras de la vocación
Queridos hermanos y hermanas:
El 4 de agosto del año pasado, en el 160 aniversario de la muerte del santo Cura de Ars, quise ofrecer una Carta a los sacerdotes, que por la llamada que el Señor les hizo, gastan la vida cada día al servicio del Pueblo de Dios.
En esa ocasión, elegí cuatro palabras clave —dolor, gratitud, ánimo y alabanza— para agradecer a los sacerdotes y apoyar su ministerio. Considero que hoy, en esta 57 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, esas palabras se pueden retomar y dirigir a todo el Pueblo de Dios, a la luz de un pasaje evangélico que nos cuenta la singular experiencia de Jesús y Pedro durante una noche de tempes- tad, en el lago de Tiberíades (cf. Mt 14, 22-33).
Después de la multiplicación de los panes, que había entusiasmado a la multitud, Jesús ordenó a los suyos que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla, mientras Él despedía a la gente. La ima- gen de esta travesía en el lago evoca de algún modo el viaje de nues- tra existencia. En efecto, la barca de nuestra vida avanza lentamente, siempre inquieta porque busca un feliz desembarco, dispuesta para afrontar los riesgos y las oportunidades del mar, aunque también anhela recibir del timonel un cambio de dirección que la ponga final- mente en el rumbo adecuado. Pero, a veces puede perderse, puede de- jarse encandilar por ilusiones en lugar de seguir el faro luminoso que la conduce al puerto seguro, o ser desafiada por los vientos contrarios de las dificultades, de las dudas y de los temores.
También sucede así en el corazón de los discípulos. Ellos, que están llamados a seguir al Maestro de Nazaret, deben decidirse a pasar a la otra orilla, apostando valientemente por abandonar sus propias seguridades e ir tras las huellas del Señor. Esta aventura no es pací- fica: llega la noche, sopla el viento contrario, la barca es sacudida por las olas, y el miedo de no lograrlo y de no estar a la altura de la llamada amenaza con hundirlos.
Pero el Evangelio nos dice que, en la aventura de este viaje difícil, no estamos solos. El Señor, casi anticipando la aurora en medio de la noche, caminó sobre las aguas agitadas y alcanzó a los discípulos, invitó a Pedro a ir a su encuentro sobre las aguas, lo salvó cuando lo vio hundirse y, finalmente, subió a la barca e hizo calmar el viento.
Así pues, la primera palabra de la vocación es gratitud. Navegar en la dirección correcta no es una tarea confiada sólo a nuestros propios esfuerzos, ni depende solamente de las rutas que nosotros escojamos. Nuestra realización personal y nuestros proyectos de vida no son el resultado matemático de lo que decidimos dentro de un “yo” aislado; al contrario, son ante todo la respuesta a una llamada que viene de lo alto. Es el Señor quien nos concede en primer lugar la valentía para subirnos a la barca y nos indica la orilla hacia la que debemos dirigir- nos. Es Él quien, cuando nos llama, se convierte también en nuestro timonel para acompañarnos, mostrarnos la dirección, impedir que nos quedemos varados en los escollos de la indecisión y hacernos capaces de caminar incluso sobre las aguas agitadas.
Toda vocación nace de la mirada amorosa con la que el Señor vino a nuestro encuentro, quizá justo cuando nuestra barca estaba siendo sacudida en medio de la tempestad. «La vocación, más que una elección nuestra, es respuesta a un llamado gratuito del Señor» (Car- ta a los sacerdotes, 4 de agosto de 2019); por eso, llegaremos a des- cubrirla y a abrazarla cuando nuestro corazón se abra a la gratitud y sepa acoger el paso de Dios en nuestra vida.
Cuando los discípulos vieron que Jesús se acercaba caminando so- bre las aguas, pensaron que se trataba de un fantasma y tuvieron miedo. Pero enseguida Jesús los tranquilizó con una palabra que siempre debe acompañar nuestra vida y nuestro camino vocacional:
«¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (v. 27). Esta es precisamente la segunda palabra que deseo daros: ánimo.
Lo que a menudo nos impide caminar, crecer, escoger el camino que el Señor nos señala son los fantasmas que se agitan en nuestro corazón. Cuando estamos llamados a dejar nuestra orilla segura y abrazar un estado de vida —como el matrimonio, el orden sacer- dotal, la vida consagrada—, la primera reacción la representa fre- cuentemente el “fantasma de la incredulidad”: No es posible que esta vocación sea para mí; ¿será realmente el camino acertado? ¿El Señor me pide esto justo a mí?
Y, poco a poco, crecen en nosotros todos esos argumentos, justifica- ciones y cálculos que nos hacen perder el impulso, que nos confun- den y nos dejan paralizados en el punto de partida: creemos que nos equivocamos, que no estamos a la altura, que simplemente vimos un fantasma que tenemos que ahuyentar.
El Señor sabe que una opción fundamental de vida —como la de casarse o consagrarse de manera especial a su servicio— requiere valentía. Él conoce las preguntas, las dudas y las dificultades que agitan la barca de nuestro corazón, y por eso nos asegura: “No ten- gas miedo, ¡yo estoy contigo!”. La fe en su presencia, que nos vie- ne al encuentro y nos acompaña, aun cuando el mar está agitado, nos libera de esa acedia que ya tuve la oportunidad de definir como
«tristeza dulzona» (Carta a los sacerdotes, 4 de agosto de 2019), es decir, ese desaliento interior que nos bloquea y no nos deja gustar la belleza de la vocación.
En la Carta a los sacerdotes hablé también del dolor, pero aquí qui- siera traducir de otro modo esta palabra y referirme a la fatiga. Toda vocación implica un compromiso. El Señor nos llama porque quie- re que seamos como Pedro, capaces de «caminar sobre las aguas», es decir, que tomemos las riendas de nuestra vida para ponerla al servicio del Evangelio, en los modos concretos y cotidianos que Él nos muestra, y especialmente en las distintas formas de vocación laical, presbiteral y de vida consagrada. Pero nosotros somos como el Apóstol: tenemos deseo y empuje, aunque, al mismo tiempo, es- tamos marcados por debilidades y temores.
Si dejamos que nos abrume la idea de la responsabilidad que nos espera —en la vida matrimonial o en el ministerio sacerdotal— o las adversidades que se presentarán, entonces apartaremos la mirada de Jesús rápidamente y, como Pedro, correremos el riesgo de hundir- nos. Al contrario, a pesar de nuestras fragilidades y carencias, la fe nos permite caminar al encuentro del Señor resucitado y también vencer las tempestades. En efecto, Él nos tiende la mano cuando el cansancio o el miedo amenazan con hundirnos, y nos da el impulso necesario para vivir nuestra vocación con alegría y entusiasmo.
Finalmente, cuando Jesús subió a la barca, el viento cesó y las olas se calmaron. Es una hermosa imagen de lo que el Señor obra en nuestra vida y en los tumultos de la historia, de manera especial cuando atravesamos la tempestad: Él ordena que los vientos contra- rios cesen y que las fuerzas del mal, del miedo y de la resignación no tengan más poder sobre nosotros.
En la vocación específica que estamos llamados a vivir, estos vien- tos pueden agotarnos. Pienso en los que asumen tareas importantes en la sociedad civil, en los esposos que —no sin razón— me gusta llamar “los valientes”, y especialmente en quienes abrazan la vida consagrada y el sacerdocio. Conozco vuestras fatigas, las soledades que a veces abruman vuestro corazón, el riesgo de la rutina que poco a poco apaga el fuego ardiente de la llamada, el peso de la incertidumbre y de la precariedad de nuestro tiempo, el miedo al futuro. Ánimo, ¡no tengáis miedo! Jesús está a nuestro lado y, si lo reconocemos como el único Señor de nuestra vida, Él nos tiende la mano y nos sujeta para salvarnos.
Y entonces, aun en medio del oleaje, nuestra vida se abre a la ala- banza. Esta es la última palabra de la vocación, y quiere ser también una invitación a cultivar la actitud interior de la Bienaventurada Virgen María. Ella, agradecida por la mirada que Dios le dirigió, abandonó con fe sus miedos y su turbación, abrazó con valentía la llamada e hizo de su vida un eterno canto de alabanza al Señor.
Queridos hermanos: particularmente en esta Jornada, como tam- bién en la acción pastoral ordinaria de nuestras comunidades, de- seo que la Iglesia recorra este camino al servicio de las vocaciones abriendo brechas en el corazón de los fieles, para que cada uno pue- da descubrir con gratitud la llamada de Dios en su vida, encontrar la valentía de decirle “sí”, vencer la fatiga con la fe en Cristo y, final- mente, ofrecer la propia vida como un cántico de alabanza a Dios, a los hermanos y al mundo entero. Que la Virgen María nos acompa- ñe e interceda por nosotros.
Roma, San Juan de Letrán, 8 de marzo de 2020, II Domingo de Cuaresma.
Como escolapias rezamos:
Nuestra oración de súplica suba hasta Ti, Señor Jesús,
que con tu “ven y sígueme” nos invitas a anunciar la Buena Noticia del Reino.
Haz que esa invitación se haga eco en el corazón de muchas jóvenes
que quieran caminar junto a Tí, viviendo en fraternidad tu proyecto de amor y de paz.
Danos tu Espíritu, que vivifique el amor de las que un día optamos por seguirte.
Que, al igual que José de Calasanz y Paula Montal,
también hoy sepamos dar respuesta valiente a las necesidades de nuestro mundo.
Que nuestra alegría en la entrega a la niñez y juventud sea signo y testimonio
que impulse a las jóvenes seguir tu llamada al servicio de la Iglesia en la Escuela Pía.
Te lo pedimos por medio de María, tu madre, mujer creyente y fiel.
Amén.
http://www.confer.es/noticias/jornada-mundial-de-oracion-por-las-vocaciones-2020?fbclid=IwAR3z4jd4QnC2MPJEzSAAKFIMvCXFci6_zr7tvWN04q2XbA4mMldP_VpuCpU