Hace ocho días hice la profesión perpetua y hoy me dispongo a compartir lo vivido expresado en palabras. Dejando hacer eco en mí de lo vivido aquel día, una actitud ocupa todo mi interior: AGRADECIMIENTO. Agradecimiento a Dios y a las personas. A Dios, por su Amor derramado en mí, gratuito, desbordante, incondicional, por su fidelidad y el don de la vocación escolapia. A mis padres, mi familia, la Escuela Pía, las hermanas y hermanos, y tantas personas, niños, jóvenes y adultos, con las que he compartido diferentes tramos del camino de la vida, por todo lo recibido y compartido.

Existen momentos en la vida cuya experiencia es de tal hondura que las palabras se quedan cortas para expresar lo vivido. Ese es mi caso. Es difícil poner palabras a lo vivido ese día. Fue encuentro muy hondo con Dios, a través de los detalles cotidianos, las personas, los gestos, las palabras, las miradas…  Vivirse consciente de una misma en el presente y a la vez mirada desde fuera. Descubrirse Habitada. Vivirse con una alegría tan profunda y saber que no te pertenece, está más allá de ti, que es regalo, don: Dios se me regaló ese día.

Experimentar cómo la vida se vuelve oración, es lo que más se acerca a mi vivencia. Desde la mañana, en cada acción cotidiana, las emociones sentidas me evocaban diferentes experiencias vividas a lo largo de mi historia, momentos compartidos en Dios con los demás. Camino a la iglesia, tomaba conciencia de cómo la vida fluía ajena al hecho eclesial que iba a acontecer y a la vez me vivía tan afortunada por el regalo de la vocación escolapia recibido.

El encuentro con todas las personas iba esponjando mi corazón. Palabras recibidas que acariciaban mi ser en lo más profundo. Miradas convertidas en bendición, dada y recibida. Silencios cargados de complicidad, de amor y cariño.

Tres momentos de este día revivo de forma especial. El primero, la profesión religiosa. Declaración de amor sincera como respuesta a Quién me amó primero. Numerosos nombres de niños y niñas de diferentes lugares pasaron por mi corazón cuando consagraba mi vida a Dios haciéndome consciente de para quién lo hacía. Pronunciando los votos, me sentí tan vulnerable y a la vez tan confiada, sabiendo que estoy completamente en Sus manos y de Él dependo. Cuántos rostros de niñas y niños vinieron a mí al prometer el voto de entregarme a la misión educadora de la Iglesia en nuestro Instituto… Y mientras todo esto acontecía, sentí a mi lado, tan cercanas, la presencia de María, Paula y Calasanz, como padrinos y testigos.

El segundo momento, la intercesión de los santos. Después que mis padres preparasen el lugar, un gesto más de cuidado para conmigo, me postraba rostro en tierra (consciente de quién soy) y toda la asamblea orábamos pidiendo la intercesión de todos los santos para vivir este don de la consagración. Sentirse pequeña, necesitada, limitada y a la vez, empoderada por Dios, sostenida por su Misericordia, es una experiencia tan desbordante…

El tercero, la fraternidad vivida con los que estaban físicamente allí o en la distancia, viviendo la celebración in-situ, a través de las redes o en comunión orante. Fueron tantas las personas que se hicieron presentes, fueron tantos los niños, niñas y jóvenes de diferentes lugares del mundo que (aún sin saberlo) me estaban acompañando… Fue una experiencia muy honda de comunión con Dios y con las personas.

Podría continuar narrando cantidad de momentos, pero aun así siento que hay cosas cuya plenitud sólo se capta cuando se viven.

Ocho días después de mi profesión perpetua, enamorada, humilde y en comunión, sigue brotando en mí un fuerte deseo: “En TI, existir y servir amando desde abajo”.